PÁJARO FÚNEBRE
La huida es siempre una
solución.
Paul
Beatriz Preciado
Los viejos relatos
han caído y todavía no hemos inventado
los nuevos, en ese
impás que tanto desasosiego y confusión crea
es donde se
encuentran los personajes de Pájaro fúnebre,
quizá no perciben
la diferencia entre realidad y ficción, si la hay.
Luke Branded
1
Se desplazó varios kilómetros
a lo largo de la costa, por el llamado camino de Sobrevela, hasta llegar a las
cercanías de La Torre. Allí aparcó su coche y tuvo que caminar un trecho por la
pesada arena de la playa para acceder a su punto habitual de pesca, un lugar
solitario al que nadie acudía los días laborables. Él lo hacía al menos dos
veces a la semana. Se levantaba temprano, los
ojos llenos de legañas, rascándose los huevos colgantes compulsivamente y
dándose golpes con el puño en el casco de acero implantado en la zona occipital
de su cráneo, como si quisiera hacerlo encajar en la posición idónea, como si
de tantas vueltas como da en la cama mientras duerme la placa se le desplazara,
aunque solo fueran décimas de milímetro. No paraba de golpearse hasta que
sentía el leve desplazamiento, hasta que el borde metálico se unía al hueso,
bajo el implante de piel, entonces deslizaba sus dedos sobre el cuero cabelludo
y se aseguraba de que el trayecto de las yemas sensibles no encontraba escalón
alguno. Ponía la cafetera italiana sobre el fuego, tomaba una taza de café sin azúcar y el resto lo vertía en el
termo que dejaba preparado para la mañana de pesca, recogía los aperos
pertinentes y se lanzaba a la calle sin dedicar ni un segundo a su aseo
personal. Quedaban ocultos esos detalles estéticos enfundándose en un
impermeable azul oscuro con el logotipo de Marlboro a la altura del corazón,
encapuchaba su cabeza calva y se adentraba con dificultad antropométrica en el
reducido espacio del asiento del conductor. Esta mañana era fría y caía un
chirimiri casi imperceptible, predominaba en el ambiente un verde color
grisáceo que resbalaba por las paredes. La ciudad no se reponía a esta
enfermedad climática que desde hacía años se había instalado en la comarca. La
meteorología había decidido mantenerse fija en estos parámetros y desde hacía
más de una década la lluvia y las nubes, la ausencia de sol, se habían adueñado
de la atmósfera cotidiana. Ese color gris permanente se encendía como ascuas
bajo la ceniza en los amaneceres, cuando el sol surgía de las aguas por
levante, y en la parte opuesta de la ciudad el atardecer se presentaba como un
bombardeo intenso, un apocalipsis diario. El viejo coche se resistía a
arrancar, cada día que lo utilizaba se reprochaba no haber ido a comprar el
anticongelante o lo que fuera que precisaba, no lo hacía hasta el cuarto o
quinto intento si es que no lo ahogaba, de cualquier modo, no podía evitar
aporrear el volante y maldecir profusamente todos los antiguos lugares sagrados
que le acudían a la mente transitoriamente alterada. En cuanto el motor se
ponía en marcha rebuscaba entre los cedés piratas revueltos que se encontraban
en el asiento del copiloto, fuera de sus fundas, y ponía música, se encendía un
cigarrillo, bajaba la ventanilla y emprendía su camino.
Al
llegar esta mañana a la playa plantó una banqueta plegable de tres patas sobre
la arena, a escasos metros de la orilla, y desenredó los utensilios de pescar,
lo que le llevó no poco tiempo. La mar agitaba el oleaje de manera desordenada,
el viento de levante era soportable pero indeciso en tomar una dirección fija,
las ráfagas le llegaban de uno y otro lado, así que los restos de las olas aparecían
tanto por la izquierda como por la derecha, le lamían las punteras de las botas
de agua; pese a esto, desestimó la idea de ubicar su banqueta unos metros atrás
cuando las olas empezaron a subir a la altura de los tobillos y le salpicaban
los bajos del impermeable; aguantó estoico el desplazamiento de un envase de
plástico que contenía gusanos a punto de putrefacción: el envase se dejaba
traer y llevar, quedaba encallado en la arena hasta la siguiente avanzadilla espumosa
del agua, de menos a más. Miraba el envase fijamente, la vista medio nublada
sobre el objeto, como si quisiera encontrar una razón de ser a la existencia a
través de él, como si cualquier cosa que existe sobre la tierra, por
insignificante o pequeña que le pareciera, contuviera dentro de sí el sentido
de su vida y esperara somnoliento una respuesta de ella, así miraba al envase
desplazándose, hasta que contempló impasible cómo éste era arrastrado y
engullido hacia el interior del mar. Si así fuera, pensó, si el envase
contuviera la razón de su existencia, esa razón siempre se le había escapado,
había sido siempre devorada antes de ser descifrada por un mar oscuro,
arrebatada esa razón y puesta siempre fuera de su alcance. Preparó la caña y
lanzó el sedal. Fijó después la vista en el impreciso horizonte, allí donde las
aguas y las nubes limítrofes confluían, se mezclaban, y vio el lento amanecer,
las nubes encendidas (ascuas bajo las cenizas) y una luminosidad artificiosa lo
rodeó, un brillo opaco, como de plomo derretido, se extendió en una franja
perpendicular del mar. Así hasta que sintió el sedal tensado y visualizó en la
indecisa luz la curvatura de la caña, fue entonces cuando se levantó y se
apremió a la captura de su presa. Notó el torbellino del pez capturado bajo las
aguas, girando sobre su eje, apoyando el animal su agonía en el anzuelo incrustado
en las entrañas, arrastrado sobre el desorden de las olas hasta llegar a la
orilla. Hincó de nuevo la caña en la arena y puso sus manos sobre la pieza
bamboleante, tratando de controlar sus movimientos eléctricos, contorsiones
huidizas, sin conseguir dominarlo, hasta que le asestó un golpe karateca a la
altura del ojo y el pez se hundió en la arena, con la boca extremadamente
abierta, el ojo desorbitado, solo le quedaban fuerzas para un par de últimos
coletazos, el tercero poco más que insinuado. Le extrajo el anzuelo, que salió
con un trozo de carne blanca adherida. Lo limpió con el agua marina que subía
hasta su banqueta. Preparó de nuevo la caña y volvió a lanzar el sedal. La
aseguró enterrando el mango en la arena. Volvió a sentarse y se dispuso a
limpiar el pescado. Sacó de un bolsillo interior de su impermeable una navaja
suiza multiuso, aún conservaba, sin ninguna nostalgia, el regalo de su ex
mujer, y sobre las rodillas preparó su desayuno en finas lonchas saneadas de
espinas. Cortaba trozos pequeños que engullía con avidez, sin reparar en el
sabor o la textura, su paladar se había hecho a los alimentos crudos después de
tanto tiempo de desidia cocinera. Habitualmente comía cualquier cosa y de
cualquier manera, era capaz de masticar con éxito un filete de ternera crudo al
que le rociaba un poco de sal, y en los momentos más delicados hacía un
esfuerzo y cortaba un limón por la mitad y rociaba el filete con su zumo, y si
su sensibilidad ese día se lo pedía hasta apartaba las semillas del cítrico que
sobre él habían caído; abría un agujerito en uno de los polos del huevo y
succionaba su contenido, así hasta darse un atracón de media docena, tiraba las
cáscaras al cubo rebosante de basura, estas caían al suelo y llegaban rodando
helicoidalmente a los recovecos de la cocina, si primero conseguían esquivar el
cerco de detritus que lo circundaba, y allí se quedaban a vivir eternamente.
Pasada la
media mañana le vino un runrún desde el sur, que le quedaba a mano derecha,
mezclado con el zumbido permanente del viento, que no lograba descifrar pero
que se le acercaba, hasta que el sonido se le hizo familiar, sin embargo, no
volvió la cara en esa dirección, siguió sumido en el túnel de visión en el que
había caído tras mantener fija la vista durante muchos minutos allí donde
intuía que el hilo se sumergía en las aguas, de manera que los laterales de su
campo visual se habían oscurecido y había desaparecido para él,
momentáneamente, la consistencia del tiempo. Era habitual caer en este estado
de casi pérdida de conciencia en las mañanas de pesca, alcanzaba así un deseo
profundo que lo perseguía desde hacía años: desaparecer de la existencia por
completo, sin lograrlo del todo nunca, claro, pero perderse en estos agujeros
esporádicos era todo lo que conseguía y se entregaba sin reparos a ese dejarse
ir. Algo parecido a ese dejarse ir, a ese desaparecer de la vida, era la
entrada al sueño, los minutos previos a dormirse se habían convertido en los
más placenteros de su deambular por las horas de los días, un fragmento de
muerte dulce cada vez que ocurría. Debió de ser cuando el ruido se detuvo a su
espalda, en la carretera de arriba de la playa, a menos de cien metros de donde
se encontraba, que volvió la cabeza para comprobar que ese ruido lo producía un
motor en el que el chiclé debía de estar sucio y que tenía el tubo escape
agrietado. Ya le había dicho al chico que llevara la moto al taller, que él le
pagaba el arreglo, pero el dueño de la moto siempre posponía ese arreglo con
excusas poco convincentes, prefería mentir antes que confiarle la verdadera
razón de su fobia a los talleres, como si él no supiera esa razón, la causa no
era otra que su padre había muerto en el que trabajaba al ser aplastado
accidentalmente contra la pared por un coche al ser probado, los talleres
mecánicos desde entonces habían pasado a ser para el chaval lugares no
visitables. Gritó el joven el nombre del hombre desde el borde de la carretera,
aún a horcajadas sobre la moto, haciendo bocina con las manos, perdiendo la
batalla sonora contra los elementos, y se apresuró a bajar hasta donde éste se
encontraba. La cara blanca, por el frío, y asustada, no le salían las palabras,
hasta que el hombre se levantó y lo asió por los hombros. “¿Qué te pasa?,
habla, di, ¿qué sucede?” El joven tomó aliento y se quedó mirándolo unos
segundos más, hasta que atinó a decir: “han encontrado el cadáver de tu hermano
en la playa…” “¿Dónde?” “A la altura del Souvenir, en la frontera”. Bajó el
hombre la vista hacia la arena y comprobó que el agua había alcanzado también
las zapatillas deportivas del joven. “Vete. Espérame allí. Yo voy enseguida”.
El joven corrió hasta la carretera, miró al hombre antes de arrancar la moto y
el runrún cascarillado fue alejándose. El hombre dio unos pasos hacia el
frente, el agua que traía las olas seguía subiendo por encima de los tobillos,
puso las manos abiertas a la altura de su pecho, las palmas hacia delante y los
dedos un poco separados, con las yemas mirando al cielo y palpó así el aire,
como hacen los mimos fingiendo que tocan un cristal, hasta que las manos
reblandecieron la placa de aire y se formó frente a él una puerta líquida, por la
que accedió a otro lugar: solo tuvo que dar un paso y todo su cuerpo se
sumergió en esa entrada de apariencia acuosa. En el lugar al que llegó hacía
una mañana de sol hiriente, eran algo más de las nueve de un día un año atrás, algunos
comercios cercanos ya habían abierto sus puertas, pero aún la calle era poco
transitada. Tuvo que retroceder unos pasos hasta que quedó oculto en la sombra
que proyectaba el callejón que desembocaba en la calle. Su hermano se
encontraba dentro del coche, con el motor encendido, gafas de sol oscuras, las
manos sudorosas agarradas al volante. En el asiento trasero había dos hombres
preparándose para el golpe: se ajustaron las pistolas en el cinturón del
pantalón y abrocharon el único botón de la chaqueta, se cubrieron sus cabezas
con unos pasamontañas y salieron del coche aprisa. Pasaron por delante del
hombre y entraron en la joyería. Su hermano lo miraba desde el coche con una
sonrisa nerviosa, haciendo muecas, como si se tratara de una travesura,
tamborileando con sus dedos sobre el volante. El hombre le hacía señas desde el
callejón para que se calmara y estuviera concentrado en su trabajo. A los pocos
minutos salieron los hombres de la joyería, uno de ellos se dirigió al coche,
el otro pasó por delante del hombre y le dejó la bolsa con las joyas. Miró una
última vez a su hermano y vio cómo éste lo saludaba antes de poner el coche en
marcha. Bajo el sonido estridente de la alarma, el hombre se internó en el
callejón y salió a una calle paralela, en la que tenía aparcado su coche. Todo
estaba saliendo según lo previsto. Metió la bolsa debajo del asiento del
copiloto y se dispuso a abandonar la ciudad costera. “¡Me cago en la puta!”,
exclamó el hombre al comprobar que sus gafas de sol tenían una patilla y el
cristal plastificado izquierdo desprendidos de la montura. Creyó en un primer
momento que fue al cogerlas de un cubículo cercano al cenicero abierto y rebosante
de colillas, cuando al presionar excesivamente, las había descuajaringado, pero
al momento recordó que ayer, al quitárselas, las había dejado debajo de la
palanca del freno de mano y esta mañana, al bajarla, las había aplastado.
Claro, ese fue el sonido de rotura que percibió de manera lejana y al que no
prestó atención, ni siquiera miró hacia el lugar del que venía el crash amortiguado. Y ahora encontraba
sus gafas de sol inservibles. Vaya descuido. Por más golpes que vamos
acumulando no desaparecen los nervios, pensó el hombre, y acaba uno incurriendo
en errores pequeños, imprecisiones o descuidos que, afortunadamente hasta
ahora, no han pasado de ser anecdóticos. Por ese afán casi enfermizo de no
incurrir en imperfecciones fácilmente evitables, hasta en los más pequeños
detalles, en previsión de males mayores, el hombre puso como condición a sus
dos pistoleros, el día que fueron contratados, que las armas no debían estar
cargadas, que solo fueran utilizadas de forma disuasoria. Por más que ellos
habían insistido en que se sentían más seguros con las armas cargadas y que en
ningún caso las utilizarían, el hombre impuso esta norma argumentando que nadie
está capacitado, llegado el caso, para refrenar el impulso de apretar el
gatillo, el miedo, los nervios, la confusión, y sobre todo que el yo sanguinario,
más ágil, insaciable, tiene el don de la anticipación, que ese impulso no está
sujeto a la voluntad ni a la educación, sino que es un automatismo que salta
sin posible previsión. Apretar el gatillo no es un gesto propio abarcable, ese
acto es culpa y resultado de una confabulación que se nos presenta misteriosa,
lejos del alcance de nuestro entendimiento, les había dicho el jefe la tarde
que se reunieron para dejar sentadas las condiciones que debían aceptar para
entrar en la banda.
Personajes
famosos de gatillo fácil ha habido muchos. Billy el Niño pasa por ser uno de
ellos. Murray Flynn, un ayudante de sheriff ilustrado, años después de la
muerte del bandido escribió una pequeña pero quizá la más acertada y veraz
biografía del famoso pistolero, según sus exégetas. Billy el Niño escapó de la
vigilancia de Murray cuando éste hacía guardia junto a la celda en la que
estaba detenido, mientras amanecía silenciosamente en la mísera población de
Tascosa. Pero durante esa noche blanca, Billy y Murray mantuvieron una extensa
conversación. Murray cuenta en su biografía lo que el Niño le había confesado,
que realmente no era él quien apretaba el gatillo, o mejor dicho, sí era él el
que lo apretaba, claro, pero el movimiento de su dedo sobre el gatillo se
producía antes de que su voluntad de disparar hubiera iniciado su recorrido.
Billy le argumentó que en las prácticas que hacía con latas su habilidad para
desenfundar, apuntar y disparar no era despreciable y el nivel de puntería tan
alto que, durante un periodo de tiempo, meses, su infalibilidad llegó a ser
absoluta. Pero cuando se enfrentaba a un hombre la mecánica del disparo
adquiría una agilidad fuera de lo humano, el desafío vital que supone
enfrentarse a un peligro extremo activa lo atávico que anida en nosotros y
produce acciones de alto rendimiento. Billy decía que apenas había tenido que
haber visto a su adversario (fotografía instantánea de la situación, recogida
de datos y estos procesados a altísima velocidad en su mente, o cerebro), para
que todo el proceso (desenfundar, apuntar, disparar), ya se hubiera activado en
ese orden y, en menos de un parpadeo, fuera ejecutado. Murray pensó al oír esto
que Billy estaba cayendo en la modestia del héroe.
–Entonces –le preguntó Murray–, usted no es ese
hombre distante y calculador que mata a sangre fría, y casi con placer como he
oído por ahí. –No
se confunda, todo eso que dicen es cierto. Pero, para ser justos, el primer
impulso no es mío y a él se debe casi toda la eficacia, y el éxito. Todo lo que
viene después está bajo mi responsabilidad, sobre todo después de haber asumido
esta idea: si soy consciente de cómo se produce este mecanismo está también la
posibilidad de evitarlo. Y no lo hago. Me aprovecho de ese don para sobrevivir
en este entorno hostil.
Así
que, les dijo el jefe a sus pistoleros después de contarles la historia de
Billy el Niño, ni siquiera siendo conscientes de cómo se organiza la génesis de
un gesto, ni siquiera eso nos da garantías de ser capaces o querer evitarlo. Y
así se convino que podían llevar armas, pero no cargadas. Y los pistoleros
aceptaron, a regañadientes. Extremaba el hombre cada uno de esos pequeños
detalles con el fin de conseguir el más alto grado de infalibilidad o de
eficacia, y nada, por insignificante que le pareciera, quedaba fuera de una
exhaustiva reflexión.
Sin
embargo, quizás para compensar el infortunio de las gafas rotas, ese descuido,
se observó las manos sobre el volante, fijó la atención en las uñas que habían
sido cuidadosamente cortadas; alzó la mirada y estiró el cuello hasta que su
cara quedó enmarcada en el espejo retrovisor interior y comprobó que estaba
bien afeitada. ¿Qué más?, ¿qué más?, quería hacer una lista mental de los
preparativos personales que había acometido antes de acudir al atraco, tenía
sus manías que se habían ido consolidando con los años, desde el primer golpe
hasta este, que ya podría ser el último, se dijo. Todo se había convertido en
una rutina y del cansancio que produce lo rutinario habían aparecido los
primeros síntomas en los dos últimos golpes: desvalijaron dos meses antes el
chalé de un potentado alemán en Sotogrande y hacía un mes tuvieron el encargo
de transportar cinco cajas llenas de Testogel, en cajitas de treinta sobres de
50 miligramos cada una, desde Puerto Banús hasta el chalé del agente. De
acuerdo que el hombre había ritualizado, como siempre, en estos tres últimos
trabajos, incluido el de hoy, sus manías: al afeitado y corte de uñas había que
añadir ducha y una muda limpia de ropa interior pero, desde luego, nada de esto
había hecho con la convicción y determinación de veces anteriores, un poco
forzado, una leve desgana al ejecutar sus preparativos aseísticos, y sobre todo en esta última ocasión el hombre tuvo que reconocer,
al fijar sus ojos en el cenicero rebosante de colillas, que algo estaba
fallando, siempre lo había vaciado al inicio de cada trabajo, por qué esta
mañana no. ¿Y ahora?, mientras conducía por la autovía costera, sin salirse de
su carril derecho, cumpliendo escrupulosamente las normas de tráfico, ¿por qué
ese interés en recordar todas sus pequeñas manías, cuando siempre las había
ejecutado de forma mecánica, sin cuestionarlas, como si ahora quisiera así
fijarlas en su conducta ante la amenaza de una posible y temida desaparición paulatina
de ellas y con ello el desplome de su equilibrio emocional?, ¿es posible un
desequilibrio emocional si uno deserta de sus manías?, se preguntó sin ser
capaz de concretar una respuesta. Porque su equilibrio emocional se sustentaba
en el cumplimiento ritual e infalible de los preparativos necesarios que había
convenido realizar antes de cada golpe, pensó. Así que continuó con su lista
mental hasta completarla, hasta comprobar que excepto vaciar el cenicero y la
torpeza de romper las gafas, todo lo demás se había cumplido como siempre. No
había por qué preocuparse, quizá estaba exagerando. Pero qué decir de su
hermano, cuando lo ha visto sonriendo y tamborileando, sin ninguna
concentración en su trabajo, poniendo en peligro al resto de compañeros, de
buena gana esta mañana se habría acercado a su coche y le habría dado un par de
guantazos, pero eso habría empeorado la situación, si en algo había que ser
escrupuloso era en seguir el plan tal y como había sido concebido. No era la
primera vez. Su hermano era un peligro, una bomba de relojería latente
imposible de desactivar por más que se le aleccionara, aunque no debía
quejarse, hasta ahora se comportaba, algo debía influir él sobre su hermano
porque en el tiempo que llevaban trabajando juntos nada que lamentar había
ocurrido, eso sí, una tensión añadida, su hermano le hacía sentir en cada
trabajo un sinvivir hasta cierto punto soportable, pero siempre incómodo, irritante.
Esta mañana el comportamiento del hermano no había excedido lo acostumbrado,
sin embargo, al hombre le había preocupado más que otras veces. Es cierto, se
dijo, su hermano esta mañana se había comportado como siempre, pero el umbral
de soportabilidad para él había sido menor. No, no podía seguir escondiéndose,
este debe ser el último golpe, ya no me interesa, se dijo, tamborileando él
también sus dedos sobre el volante, sí, es cierto, los últimos golpes ya me
están sobrando, necesito parar, unas vacaciones, unas largas vacaciones, o tal
vez dejarlo definitivamente, a ver cómo se lo toma el agente, tendrá que entenderlo.
El hombre había superado con solvencia estos diez últimos años, había hecho que
su trabajo se volviera rutinario, hasta hoy esto lo había considerado un logro,
pronto había llegado a un acuerdo con el agente por el cual él solamente se
encargaría de pequeños golpes, trapicheos al alcance de su mano. “Falto de
ambición te veo”, le había dicho el agente en ese momento. “Sí, yo lo prefiero
así, creo conocer mi límite”, le contestó el hombre.
Ocupado en
estas consideraciones, condujo algo más de una hora hasta llegar a la ciudad a
la que accedió por la carretera de El Higuerón. Aminoró la velocidad porque
justo a la entrada al término municipal empezó a lloviznar, lo que se veía a lo
lejos era un manto gris de nubes suspendido sobre la población. Se dirigió al
chalé del agente en la protegida urbanización Nueva Línea. Tuvo que pasar su
tarjeta de identificación por el lector electrónico al llegar junto al puesto
de vigilancia, la barrera subió y el guarda jurado le hizo un gesto de
aprobación con la mano. Al llegar a la casa del agente aparcó el coche encima
de la acera y pulsó el timbre con insistencia. A la tercera llamada le abrió la
puerta una rubia, nueva adquisición. Qué cara de puta tiene, pensó a la vez que
se empalmó, como le ocurría siempre que se acercaba a las rubias platino.
Sin saberlo, el hombre era
objeto de un reflejo condicionado latente que no había superado la extinción
silenciosa más allá del cero, cuyo mecanismo psicológico queda bien explicado
en el texto El arco iris de gravedad
en el que el autor refiere las teorías de Klamm, página 132 y siguientes de la
19ª edición en castellano, Tusquets, 2024, aunque en este caso su naturaleza es
distinta, el problema del hombre no deja de regirse por la misma lógica
expuesta en dicho texto. El hombre había presenciado de pequeño, una sola vez,
cómo su madre se colocaba una peluca rubia apenas unos segundos, solo para ver
cómo le quedaba, y tuvo una erección.
¿Qué habrá sido de la ecuatoriana
experta en masaje tailandés y sus derivados?, pensó. Se preguntó si el agente
la habría despedido, mientras apreciaba la visión trasera del cuerpo que se
desplazaba por el camino que atraviesa el jardín conduciéndolo hasta el
interior del recinto en el que lo esperaba el agente. Él había disfrutado de
las prestaciones de la ecuatoriana, más de los derivados que de los masajes.
Imbuida como estaba ella de la cultura tailandesa, de la que el hombre la
consideraba una experta, había proporcionado dos o tres experiencias insólitas
e inimaginables a su vida sexual, llenas de una mezcla de contundencia andina y
sofisticado hacer oriental, él que hasta entonces había practicado
penetraciones de una manera funcional y siempre le había quedado una sensación
poscoital amarga, de rechazo a la hembra, quizás intuyendo que esas relaciones
no le procuraban más que una excitación
de los centros bioquímicos de producción hormonal, de la conexión del neocórtex
con los vasos sanguíneos que irrigan el cuerpo cavernoso del pene, de la
reacción de los centros de producción de endorfinas y de oxitocina. Cuando
miraba las caderas de la mujer ecuatoriana sospechaba que estaba fuertemente
constituida, apta para continuar la especie y parir con solvencia, pero, tras
esta vaga reflexión, no apreciaba en su ánimo ninguna inclinación hacia la
procreación, nada de esto le susurraban los sonidos amorosos de la ecuatoriana.
Con ella todo era distinto, hasta más allá del final cuando satisfecho y
vaciado se apoyaba sobre el respaldo de la cama y contemplaba a la mujer que en
posición contraída, sentada en la cama, se agarraba con las manos las rodillas,
separaba los muslos y haciendo contracciones vaginales expulsaba el semen
recibido, propulsado desde su interior varios metros de distancia, llovido el
esperma sobre el desorden de las sábanas, alcanzando incluso el suelo
alfombrado de la estancia, eficaz pirotecnia anticonceptiva. El hombre ya había
conocido la servidumbre afectiva que conlleva el lazo matrimonial, también el
desapego emocional que le proporcionaban las putas. La ecuatoriana se
encontraba a medio camino de esos dos extremos. Ella lo recibía con afecto sin
compromiso, incluso si el afecto era fingido a él le servía, ¿alguien es capaz
de apreciar la diferencia?, se preguntaba, y luego, al acabar, él le dejaba un
billete de cincuenta euros plegado por la mitad. Ella puso reparos la primera
vez, pero al momento se dio cuenta de que el gesto mercantil dejaba las cosas
en la situación más conveniente y adulta para los dos. El agente los dejaba
follar a cambio de ser filmados por varias cámaras estratégicamente dispuestas
por la habitación, material con el que luego comerciaba. El agente había
convertido una fuente de placer, la fuerza orgásmica, en fuerza de trabajo, en
capital. Tanto el cuerpo femenino como el masculino se sabían filmados,
conscientes de pertenecer a una biosfera de producción sexual, y aunque solo
fuera momentáneamente se sentían cuerpos reales, con un destino de placer más
allá de esas cuatro paredes, cuerpos no
excluidos del actual régimen tecnobiológico.
La rubia
platino guió, innecesariamente, al hombre empalmado hasta el agente que se
encontraba al borde de la piscina interior, climatizada, se había pasado con el
control de temperatura ya que la superficie del agua estaba cubierta por un
manto tenue de vapor, repantigado en un butacón leyendo la prensa de la mañana,
sudoroso y excesivamente relajado, condicionado su cuerpo y por tanto su ánimo
por la elevada densidad del aire del recinto. “¿Cómo ha ido la cosa?”, preguntó
sin mirar al hombre que se le había acercado haciendo sonar una vez el
contenido de la bolsa. “Bien, ha ido bien. Aquí está la mercancía”, dijo,
recordando a la ecuatoriana, la comisura de los labios reseca, rajando para sí
su ausencia. En definitiva, amargueó, todas putas.
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